El Art Nouveau fue una religión que tuvo dos profetas y muchos discípulos: Victor Horta y Paul Hankar. Cientos de nuevos edificios construido bajo este estilo en la misma ciudad y en apenas 15 años.
Hankar dejó en Bilbao el diseño de lo que hoy es la Subdelegación del Gobierno, entre la Plaza Moyúa y la Gran Vía, y que en su origen fue el encargo para vivienda familiar de un acaudalado empresario vasco, Víctor Chávarri, en el origen más remoto de lo que luego serían los Altos Hornos de Vizcaya. Pero esa… es otra historia.

La epifanía arquitectónica de Bruselas tiene fecha en 1893. Se desarrolló hasta 1911, con el colofón del Stoclet Palace del austriaco Josef Hoffman. Hasta ahí llegó todo, rubricado con el Apocalipsis final de la Gran Guerra y sus trincheras, de un modo que nadie podía haber imaginado.
El conflicto arrasó con todo. Art Nouveau incluido. Después no habría ganas ni tiempo para más derroches de refinada estética. Las heridas se las relamió Europa de otro modo, en lo que se dio en llamar los felices años veinte.
A la misma velocidad con que se impuso se destruyó esta corriente artística en la memoria y bajo la piqueta.
El llamado nuevo arte no se habría producido sin la apoteosis del capitalismo. Su antecedente, pasada la mitad del XIX, fue un neoclasicismo que a veces aún perdura en la capital belga y que alimentó los sueños de reconocimiento de aquella burguesía con país reciente, ensoberbecida por el dinero que manaba de la siderurgia local y que llegaría al paroxismo con el caucho africano. Coincide en el tiempo con el máximo esplendor del Art Nouveau, sí, y también con ese viaje colectivo a las tinieblas que supuso el Congo como negocio personal de un monarca.
El Museo Horta
El Art Nouveau se recorre caminando Bruselas, puesto que sus ejemplos sobrevivientes son numerosos y salen al encuentro del viandante en varios barrios.
Sin embargo y para comenzar, uno se atrevería a sugerir como primera etapa la visita al Museo Horta, que ocupa la casa que fue hogar del arquitecto, así como la colindante.
Y antes de llegar, una súplica: preparen la visita. No sólo que el lector se ponga en situación de lo que va a ver sino, sobre todo, que reserve con antelación para evitarse chascos y problemas. Eso lo puede hacer desde aquí, en la web de esta institución, con todo muy bien explicado.
Franqueada la entrada, déjese llevar. Un aviso: las fotografías están prohibidas y los móviles, vetados.
LA CRÓNICA, y usted con nosotros, ha tenido la fortuna de recorrer todas las estancias en buena compañía (¡gracias Marcela!), una compatriota que forma parte del staff del Museo. Y, además, el privilegio profesional de captar con nuestra cámara muchos detalles, para ofrecerlos aquí.
Es precisamente en las pequeñas cosas, esas que pasan desapercibidas en una visita apresurada, donde uno encuentra una cierta explicación del carácter de Horta. Enfoque necesariamente parcial, cierto, pero quizá no muy desencaminado.
En la acumulación de soluciones ingeniosas uno creería estar en compañía del Profesor Franz de Copenhague, el excéntrico personaje de «Los inventos del TBO». A ver si no cómo se explica uno la existencia de un intercomunicador eléctrico –hace más de un siglo– para ayudarle a tener la casa en orden. O el radiador transformado para que sirviera al servicio para mantener la comida caliente antes de servirla. O la taza de baño retráctil, incorporada a la cama del dormitorio, que le ahorraba paseos nocturnos.
Eso quedaba fuera del alcance de los ojos de las visitas de entonces, que sí que podían admirarse del estilizado diseño de los radiadores al pie de la escalera, pura esbeltez.

Él no inventó lo de épater le burgeois, pero bien podría haberlo hecho con detalles como ese o con su impenitente adhesión a los movimientos obreristas de la época, que tendrían su máxima expresión en el diseño de la Casa del Pueblo, de la que solo nos queda una maqueta tras su demolición en 1965, cuatro años de que este museo abriera sus puertas.
Y junto con todo eso, siempre, incansable, la obsesión por la belleza allí donde pongas la mirada.
Haga la prueba el lector cuando se acerque por allí, en cualquier puerta: deleitándose con las curvas, el ritmo, los huecos, las mínimas líneas de una humilde manilla que, gracias a eso, se convierte en pura filigrana por encima del tiempo.





Varias casas en una
El Museo Horta se recorre con fruición, puesto que aporta información continua y te transporta (en primera persona) a lo que pudo ser el imposible milagro de hacer compatible un estudio, un negocio y un espacio adecuado para la familia en lo que suponemos era un continuo ir y venir de personas.
Una casa que han terminado siendo tres, por la expansión primero del hogar y luego, del museo.











A diferencia del arriba y abajo de la famosa serie británica, aquí la casa se dividía en vertical entre el trabajo, la familia y la servidumbre.
Los popes del Art Nouveau, a sueldo de la más boyante de las burguesías locales, se empeñaron en engarzar el resultado de su trabajo también en los movimientos obreristas de su tiempo, con Horta de nuevo como abanderado: lo mismo construye una portentosa Casa del Pueblo en 1895 que se ocupa de ingeniar soluciones técnicas para dar luz de día a las habitaciones de la servidumbre… sin que los criados dejaran de ser criados, of course.
De ese empeño queda huella en la casa-museo.



El Art Nouveau te sale al paso en Bruselas
A partir de aquí, y después de visto lo visto y lo aprendido, al amante de la belleza le queda salir a la calle, al encuentro del Art Nouveau de Bruselas.
Sólo con vagar sin rumbo es seguro el placer. Si quiere garantías de más éxito, sugerimos al lector algunos hitos imprescindibles:
• Hôtel Solvay, en Avenue Louise, 124.
• Hôtel Tassel, Rue Paul-Émile Janson, 6.
• Hôtel Ciamberlani, Rue Defacqz, 48.
• Casa y estudio de Paul Hankar, en Rue Defacqz, 71
• Casa Hannon, Avenue de la Jonction, 1.
No hay una sola calle que en toda su extensión esté marcada por edificios Art Nouveau, lo que nos concede el título de exploradores, a poco que andemos.
Las casas se atienen al límite fiscal de los 6 metros de fechada, para no pagar demasiados impuestos. A partir de ahí, tocaba estilizar escaleras, abrirse al mundo mediante miradores y un derroche de vidrieras para hacer pasar el sol de la calle hasta el interior, con el regalo de inusitados colores.
Si puede pasar, hágalo. Si las puertas están cerradas, no se pierda detalle de las fachadas. Y luego, documéntese todo lo que pueda, que para eso está Internet y no hay conocimiento más apreciado que el que consigue uno mismo.
























































Al final, como siempre que uno viaja a Bruselas, aparece Tintín. Incluso cuando Hergé nunca quiso hacer caso del Art Nouveau y dejó inconclusa su obra póstuma, dedicada a un imaginario Art Alpha.
De vuelta a casa, en el aeropuerto, intentas entender cómo el submarino tiburón se vende al nada módico precio de 1.345 euros.
Pero, reportero en homenaje a reportero, no por eso dejaremos de acabar esta historia al modo del intrépido periodista. Lo haremos con la consabida viñeta final, que despide y condensa.
Allí abajo, al pie del avión, entre la amalgama de calles, hay casas que son tesoros. Es Bruselas y sólo hay que saber buscar.
Qué Rackham El Rojo nos guíe. En compañía, si es posible, de Victor Horta, constructor de sueños.


