El pasado viernes, unos letreritos de impresora láser colocados sobre señales y paredes alertaban de lo que iba a pasar en el Mercado de Abastos: un mes sin poder aparcar para poder preparar, preliminarmente, los corrales de los encierros de septiembre en su nuevo recorrido.
El lunes, al inicio de la jornada, la amenaza estaba cumplida y en marcha la obra: un operario meticuloso iba extrayendo cilindros de hormigón del suelo.
Informados los lectores de LA CRÓNICA de lo que estaba ocurriendo, y a la vista de las reacciones, alguien debió caer en la cuenta de que entre el negro y el blanco siempre hay margen para algo: los grises, que ha estas alturas del siglo no evocan nada malo más que para los que corrieron delante de ellos por el campus de la Complutense, que poco a poco se nos van muriendo.
El martes, día de transición, una vallas delimitaban el perímetro de lo que un día será territorio exclusivo para los cabestros (hablamos de cuadrúpedos) y los toros, estos últimos en las horas previas a su inevitable y fatal desenlace.
El miércoles se obraba el milagro… de la rectificación, aunque sea parcial.
Abiertas las puertas, 9 coches ocupan desde entonces y en rotación las 9 únicas plazas de zona azul que han quedado disponibles, cuyos conductores incluso pagan sin rechistar en el poste azul por el alquiler temporal de ese suelo público, que creíamos era de todos y en estos días es sólo de los más afortunados.
También pueden dejar su coche tres vecinos de la zona, tres, en las plazas pintadas de rojo que ahora están a su alcance. Por menos se lio parda en 1789, pero los franceses parece que son distintos.
Una minucia todo lo anterior, como bien se ve. Pero no todos los días el Ayuntamiento rectifica. Ni este, ni ninguno.
Habrá que destacarlo, pues.
