A finales de 2023, en este diario aparecía publicada la reseña de una exposición en el Museo Sobrino, de esas que admiran por lo que tienen de belleza recreada. O sea, la perdurable esencia del arte, acariciándote o golpeándote desde una pared, como viene ocurriendo desde el Neolítico hasta acá.

El causante de aquellas emociones era Enrique Delgado, que ha muerto en Guadalajara este viernes, 6 de junio de 2025. A las cinco de la tarde del sábado habrá misa funeral en el Tanatorio de Guadalajara, junto al Hospital, donde sus restos serán velados.
Entre la vida y la muerte hay algunos que, como él, trascienden por su obra. Ya sea con una cámara entre las manos o por las huellas de sus sonrisas.
Con motivo de esa exposición –ahora aún más añorada porque mostraba descarnadamente ese gran corazón sensible aupado a una técnica depuradísima– se escribían frases que quizá convenga recordar precisamente hoy:
«Enrique Delgado es (era) un gran fotógrafo, porque él lo quiso. Eso ya le pasó a Goñi en su día. Y a Santiago Bernal, después. Son tantos los artistas en esta disciplina que se han ganado la vida con otro oficio (ingeniero, relojero o maestro, tanto da) que algunos pueden llegar a pensar que está al alcance de cualquiera que tenga un teléfono móvil en el bolsillo y un dedo con el que apretar el obturador virtual.
Obviamente, la realidad es otra.
Y otra es la realidad que presenta (presentaba) Enrique Delgado en las paredes temporales del museo.
El reto de la fotografía, atormentada por la profusión hasta casi el infinito de las imágenes que transporta Internet, es reivindicarse con su esencia: mirar para saber ver.
No basta con plantarse ante algo para poseerlo, tanto si hablamos de una pieza de caza en la sabana como de otro ser humano delante de un lecho o de una escalera mecánica que, a la gallega, sube mientras baja.

Es precisamente el tríptico de esa «Historia interminable» el que más conmovió a este periodista. No es (era) el único que encierra humanos en los cuatro lados de la imagen, pero sí el que reflejaba con más crudeza la tristeza de la soledad acompañada. Pruebe el lector a ponerse ante esa imagen y luego haga balance: quizá a usted le dé la risa y deje por gilipollas a este que les escribe. Siempre será una simple cuestión de criterios.
Enrique Delgado es (era) un hombre tranquilo, de un modo muy distinto al irlandés de John Ford. Tampoco anduvo nunca por la vida como John Wayne sino como un impenitente observador.
Sin saber mirar no habría sido posible esta exposición. Ni sin su técnica, tanto la que se aprecia como la que pasa desapercibida. Ni sin su atinada habilidad para saturar el color hasta el punto exacto de lo que debe ser para dar forma a un mensaje sin palabras. Ni en su habilidad para jugar con el encuadre como un niño feliz, que en el fondo es lo que sigue (seguía) siendo Delgado a pesar de su edad».
Hasta el 18 de febrero de 2024 se mantuvo aquella exposición, la de la puerta de balonmano sobre fondo verde o la marina desenfocada, con un desconchón de nitidez en su centro. Incluso la del solar, de esos que asolan Guadalajara, convertido en obra de arte.
Decíamos por entonces que la realidad estaba ahí «tan irreal como debe ser, para soportarla mejor». La muerte es, cuando un hombre bueno hace tantas cosas buenas, lo más irreal que cabe imaginar, aunque sea tangible y nos golpee a quienes por aquí quedamos. Sobre esa paradoja sobrevivimos, mientras duramos.
Enrique, que ha muerto a los 69 años, nos dejó una eternidad de buenos recuerdos para seguir viviendo.
