Los que se acuerdan, porque lo vivieron, se van muriendo. Dentro de poco, no habrá ni recuerdo de aquello. Pero ocurría.
Llegado el invierno, en la ciudad hacía frío y a nadie le sorprendía. Tampoco molestaba demasiado tiritar de vez en cuando, porque era la costumbre de cada año.
Las estaciones eran más fieles que los humanos como bien pueden imaginar. Sobre todo, las heladas de febrero, que nunca faltaban a la cita.
En aquellos tiempos tan lejanos, cuando el hombre aún no había llegado a la Luna, el punto de congelación seguía siendo el mismo que ahora, pues la Física y la estupidez son de las pocas cosas que permanecen inmutables en el Universo, aunque pase el tiempo.
La Guadalajara de ayer estaba salpicada de fuentes e incluso de abrevaderos, donde las bestias de entonces bebían. Las de hoy pagan sus consumiciones, también de madrugada.
Las fuentes de antaño daban agua por igual en diciembre que en agosto. Las de hogaño, no.
Por alguna ignota degeneración evolutiva en esos trastos de diseño, ocasionales archiperres a la moda del siglo XXI, ya no es que no manen agua, sino que los condenan para que no se constipen. Es decir, para que no se atasquen cuando se ventea frío
Lo del calentamiento global mejor para pasado mañana, pensarán algunos.
Ahí siguen por toda la capital las tristes fuentes secas, ocultas bajo varias vueltas de plástico blanco y rojo.
Nada que ver con aquella vetusta fuente de la plazuela que, aun vieja y gastada, hacía su función y alguna que otra más, bastante divertida: llegado el invierno con sus hielos, la chavalería se asomaba entre el desayuno y el camino al colegio para ver si había helado. Cuando era así, arrojaban las carteras donde cayeran y se lanzaban a deslizarse por la reducida superficie de alrededor, por donde el agua había rebosado durante la madrugada hasta convertirse en improvisada, y pequeña, pista de patinaje.
Ahí aprendieron algunos la virtud cívica de mantenerse en pie en cualquier circunstancia. Y a caerse y levantarse, que es otra gran enseñanza.
Nunca hubo huesos rotos. Ni fuentes rotas.
Y los sueños rotos, si acaso, llegarían después, dejada atrás la infancia.
Cualquier tiempo pasado no fue mejor, pero parte de lo vivido sólo se recobra desde la añoranza, en el límite de la melancolía.
