La Calle Mayor de Guadalajara tuvo en tiempos su peculiar geografía, urbana primero y puramente sentimental, después. Geografía con sus propios hitos, que remitía a lugares ajenos que se hacían muy propios de los alcarreños que allí paseaban solos, en pareja o en pandilla de domingo: estaba «La Mallorquina», con sus horchatas; enfrente, «La Palentina». Luego llegaría «La Suiza», con sus joyas y relojes para sellar compromisos.
Ha pasado tanto tiempo como 43 años desde que este periodista se asomó a aquella tasca en misión especial, con los 20 apenas cumplidos en el DNI y muchas ganas de escribir mientras acababa la carrera con los apuntes prestados por los compañeros.
El periodismo era eso y quizá aún pueda volver a serlo: simplemente, estar allí y contarlo.
Lo que se dejó publicado aquel 31 de octubre de 1981 en «La Prensa Alcarreña» fue exactamente así:
«La Palentina»: el último mostrador
«Es difícil saber cuál es su verdadera edad, como esas viejecitas que sólo pueden responder que nacieron en el siglo pasado, sin precisar nada más. «La Palentina» es una taberna sin edad. El tiempo se ha parado en su interior, como el barroco reloj de péndulo que, observador silencioso desde la pared, dejó de marcar las horas nadie sabe cuándo.
Todo parece indicar que «La Palentina» se lleva el honor –y el gran honor es– de ser la taberna más antigua de Guadalajara. Un día de cierto año abría sus puertas el nuevo establecimiento en una ciudad completamente diferente a la actual. La mujer de aquel tabernero es hoy abuela y octogenaria. Vino de tierras de Palencia y de ahí el nombre de la casa.
Desde entonces, poco ha cambiado. La pintura se ha encargado de remozar cuando convenía las paredes renegridas por los años y el humo de casi infinitos cigarros humildes. En los veladores de mármol, hoy desiertos, esperaban al parroquiano los fieles garrafones de agua, con su bola de cristal macizo en la boca, para cuando la garganta aguardentosa precisara de este barato refresco.
Hoy aparecen ante el visitante algunas de las antiquísimas botellas de vino, cuadradas en su forma y actualmente sustituidas por las que envía la casa embotelladora de los mostos. Su presencia en los vasares queda como un recuerdo, uno más de los tiempos pasados. Dos son las piezas más espectaculares de este museo viviente de lo etílico: el mostrador y los veladores.
«Anís infernal, el peor del mundo». Grabado en rojo sobre el mármol del velador, la inscripción sorprende a todo aquel que llega por primera vez. «Y conste que era el mejor anís de la época», nos aclara Daniel, el actual tabernero. Sobre el pie de hierro fundido, totalmente inusual, el mármol aparece varias veces agrietado. «Tengo otra dentro, que esa sí está bien». De Madrid han venido con la intención de llevarse este resto casi arqueológico. Los intentos fueron vanos. El velador sigue en su sitio, inmutable, con sus «heridas de guerra».

El viejo mostrador
Es el último superviviente de los tiempos del tinto y el «caldo gallina». «Es seguro que tiene más de 60 años. Por ahí pone que la casa que lo hizo se fundó en 1870». Más de 60 años sirviendo de parapeto al tabernero. «Estoy por quitarle el año que viene. Resulta bastante incómodo». El estaño del mostrador está carcomido, pero el lebrillo –el librillo, como dice la abuela– aún contiene el agua que corre desde un alto grifo para el remojo de vasos y copas. La superficie, que una vez fue lisa, es todo un muestrario de abolladuras, inevitables después de tantos años de servicio. Sustentando todo ello, el frontal del mostrador enseña su madera oscura con filigranas como si de una obra arquitectónica se tratara. Y en alguna medida también lo es.
Pero el mostrador no está solo. Los más pequeños detalles de «La Palentina» traen recuerdos. La colección de llaveros colgada en una abigarrada hilera al amparo de los vasares, donde se expone toda la variedad de licores: desde el aguardiente calentón al pacharán navarro. La radio, con su carcasa de plástico granate, verdadero reflejo del gusto «kitsch». O la figura de una mujerona aragonesa grotesca y ostentosa, quieta en su puesto de presidenta de honor desde las alturas.
Los parroquianos se hacen cruces y más cruces ante lo carísimo que cuesta un corte de pelo. Calvos y no tan calvos hablan animadamente, con los vasos de vino como testigos. No se sientan. De pie, moviendo los brazos para hacer más convincentes sus afirmaciones, olvidan los taburetes y los bancos –adosados a la pared– que luego les servirán de reposo cuando jueguen la partida de mus de todos los días.
En «La Palentina» todo es cotidiano. Los gestos y las personas se repiten con una monotonía sólo rota por la llegada de ocasionales nuevos clientes.
Entre las altas paredes de la taberna, sin ventanas que iluminen el interior, los minutos pasan con tranquilidad. La vida en «La Palentina» transcurre con un calor humano tan añejo como la propia tasca».
Así acababa aquella historia, escrita a toda prisa en una de las Olivetti conseguidas por Javier Pérez de Almenara para su periódico, esa Redacción que atronaba con el ruido de los teclados a los que pasaban frente al Bar Ideal, atónitos por el bullicio en lo que antaño había sido un estudio de fotografía.
Luego vendrían miles de artículos más, casi todos desaparecidos, escritos durante más de cuatro décadas, casi todos en Guadalajara, casi todos tan intrascendentes como este para el discurrir de nuestras vidas.
El de hoy ha resucitado después del sobresalto de reencontrar un recorte amarillento que huele a humedad y a viejo… a diferencia de Internet, que no huele a nada y lo devora todo para quizá nunca más volver.
Aquello era «La Palentina», créanme.
También era así aquel chaval a punto de ennoviarse por entonces. No escribía mal. Se comprueba que aún tenía margen para ir a peor, con todo por delante.
Aquello pasó y sólo por haberlo escrito, pecado mortal, podemos recordarlo.
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