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3 diciembre 2025
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EL PASEANTE / La vida en un charco

Está bien que haya charcos. No porque faciliten argumento al articulista ocioso sino porque reivindican el valor del error, de lo defectuoso. Nosotros.

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Los ayuntamientos de cualquier ciudad tienen como objetivo que no haya charcos. Pero los hay.

Que el agua se remanse tras la chaparrada es una cotidiana anomalía. No nos referimos a las grandes balsas que se forman tras cualquier tormenta en las glorietas de siempre.

No. La vista la tenemos en esos humildes charcos que no tendrían que estar ahí.

En su fundamento, son el error de unos trabajadores, últimamente venidos de las faldas de los Andes, antes de las fincas pacenses o de las alquerías del sur profundo, un oxímoron más económico que geográfico.

En su resultado, los charcos somos nosotros mismos ante nuestros ojos.

Basta saber mirar para comprender que lo que encierra el charco es, a partir de su error de origen, la vida entera.

Obsérvelo el lector: la imagen cambia dependiendo del ángulo al que lo sometas. Por allí desfilan casas, pies, faldas y pantalones, ramas de árboles, nubes y el sol.

Los charcos son tan nosotros que, como nosotros mismos y a nuestro pesar, somos durante el día apenas el reflejo visto, y asumido, por los demás. De noche, algo fugaz camino de la cama. Nada más. Casi siempre, bastante menos. Realidad invertida, fantasmas en un espejo.

«Más Platón y menos Prozac» escribió Marinoff a finales de siglo, justo antes de que el tsunami de la autoayuda lo arrasara todo. Platón se buscó una caverna. Tú, gracias a la municipalidad, reflexionas asomado a un charco.

Está bien que haya charcos. No porque faciliten argumento al articulista ocioso sino porque reivindican el valor del error, de lo defectuoso. Nosotros.

A ver quién de por aquí es perfecto y se atreve a levantar la mano. Ni siquiera nuestros cuerpos escapan al escrutinio y, despojados de las misericordiosas ropas, tendemos más a ser escombro que obra de arte.

Y aun con eso, adoramos la belleza y soñamos imposibles. Vivimos. Así las nubes en el charco, que anhelan sentirse abrasadas (¿abrazadas?) por el sol de otoño.

No da para poco un charco en vísperas de tanta visita a los cementerios. En su aparente tristura, revienta de optimismo.

Porque siempre que llueve, escampa. Y eso nos salva.

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