Es el día en que mejor huele Guadalajara. Al menos, su Calle Mayor, alfombrada de cantueso. Y cuanto más se pisa, más intenso es el aroma a los acirates de la Alcarria en el centro de la ciudad.
A la misma hora que los operarios municipales esparcen las plantas, en las casas con niños de primera comunión las abuelas peinan, repeinan y vuelven a peinar a esos nietos que pronto desfilarán a la vera de un apóstol.
Según pasan los años, cada vez se ven menos niños y más abuelas (y padres y tíos, que cualquiera vale para estorbar, cámara en ristre) en una procesión tan anárquica según se adentra por Santo Domingo que si tiene algún orden, lo guarda oculto para incomodidad del resto de la concurrencia.
Lo que no falla, ni fallará en este 22 de junio, es el calor que convertirá en marineritos sudorosos y pequeñas novias agobiadas a esas criaturas de Dios.
Los apóstoles, esos sí, guardan la compostura: lo lógico, después de más de cinco siglos de experiencia. Hasta el 36, bajo las máscaras; desde el 39, con el rostro al aire y el rictus contenido.
Al fondo llega, como cada año, la auténtica protagonista de esta fiesta del calor y del color.
Llega la Custodia, que desde lo alto empequeñece a los encorbatados y a las damas repintadas que desfilan a esa altura del cortejo. Con el sol en todo lo alto, la mayoría piensa en aflojarse el nudo, buscar una sombra y confiar en que al llegar a casa funcione el aire acondicionado y haya algo frío en la nevera.
Entre medias de todo eso, cientos e incluso miles habrán mirado con curiosidad alfombras y altares, después del esfuerzo de quienes no dan su nombre sino su trabajo para ese homenaje, lleno de color, a su tradición, su religión y su cultura. A pesar de la lluvia, en tarde de paraguas.
Un año más, es el Corpus en Guadalajara. Aunque no sea jueves, sino domingo. Es Guadalajara.

























