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5 diciembre 2025
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Nápoles con Jesús Orea

Descubre Nápoles en IDEAS PARA VIAJAR con la colaboración especial del periodista y poeta alcarreño Jesús Orea. De su mano recorreremos la ciudad de los dos patronos y nos acercaremos a Pompeya, el Vesubio, Capri y las costas sorrentina y amalfitana. Como plantea el autor: "Nápoles es, con sus luces y sus sombras, una ciudad a la que hay que ir obligatoriamente si se quiere experimentar que el caos es también una forma de orden".

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Texto y fotos: Jesús Orea


Hacía ya años que tenía planeado realizar un viaje a Nápoles, pero el espacio y el tiempo no me dieron cita allí  hasta los primeros días de junio de este 2025, que ya va mediado.

De “Neápolis” —que es como los griegos llamaron a esta nueva ciudad que fundaron en el siglo VIII a.C. en el mediterráneo occidental italiano, donde la región del Lazio ya ha dado paso a la Campania, de la que es su capital—, tenía noticias previas por la huella que allí dejaron, primero los aragoneses y después la corona hispana ya unificada, entre los siglos XVI y XVIII.

También sabía que Nápoles es la ciudad más poblada del sur italiano con casi 4 millones de habitantes, sumados los de toda su amplia área metropolitana. Y, sí, lo confieso, era conocedor de que allí jugó al futbol, hace ya casi 40 años, Diego Armando Maradona, el “D10S” en pantalones cortos de argentinos y napolitanos.

No estoy cometiendo ninguna barbaridad ni cayendo en despropósito alguno al poner a la altura de la historia y de la geografía física y humana e, incluso, de los dioses, a un jugador de fútbol. Tienen que ir a Nápoles para darse cuenta de que, pese a hacer casi cuatro décadas que Maradona dejó de jugar allí, sigue siendo un mito, viviente hasta que falleció hace ya casi cinco años, y total y con vocación de eternidad, como los verdaderos dioses, tras su muerte en noviembre de 2020.

El patrón cristiano de Nápoles es San Genaro, cuya sangre se licua milagrosamente en el “duomo” —la catedral— cada 19 de septiembre, pero Maradona es su auténtico patrón por lo civil dadas la intensidad y devoción con que se recuerdan allí su nombre y figura. Están por todas partes, máxime este año en que el primer equipo de la ciudad, que es en el que jugó el astro argentino, la Società Sportiva Calcio Napoli, ha ganado su cuarto “scudetto”, que es como se le llama al trofeo que obtiene el ganador de la serie A italiana.

La bandera de Italia y un número 4 serigrafiado sobre ella inundan estos días —y me da que va para meses— calles y plazas napolitanas, mientras que el azul celeste, que es el color de la camiseta del equipo napolitano, lo viste media ciudad e, incluso, hasta los camareros de bares y restaurantes.

Un hecho curioso avala mi tesis del doble patronazgo napolitano, que sobrevuela este artículo escrito en exclusiva para la ya muy acreditada sección de viajes de LA CRÓNICA: en un restaurante napolitano, que hace esquina a la calle Umberto, una de las principales de la ciudad, una de las paredes del establecimiento la ocupaban sendas imágenes, en gran tamaño, de San Genaro y “san” —con perdón— Maradona. Debajo de cada una de ellas, constaban sus nombres, las fechas de sus nacimientos —el año 272 d.C., en el caso del santo cristiano, y 1960, en el del mítico futbolista—. Pues bien, en vez de cerrar la cartela de ambos con sus fechas de defunción —años 305 y 2020, respectivamente—, se cerraba con un símbolo de infinito, un ocho tumbado, el más chulo de los ochos y mira que el ocho es, ya de por sí, un número chulo.

Si Nápoles es una ciudad dual en cuanto a patronazgo, dicho esto sin ánimo irreverente alguno, en realidad la propia alma de la ciudad también lo es pues no hay una, sino dos Nápoles.

En realidad, hay muchas ciudades en una, porque tiene un cierto ser y parecer poliédrico, pero lo vamos a dejar en dos porque la primordial intención de este artículo ni es antropológica, ni sociológica, aunque ninguna crónica viajera que se precie debe prescindir de ambos factores.

Nápoles, como decíamos, tiene dos seres, dos estares, dos miradas, sí: la de la ciudad monumental, con la imponente plaza del Plebiscito y el palacio real como referente principal, el castillo nuovo, el del huevo, la catedral —con su singular fachada decorada con imágenes fotográficas—, el monasterio de Santa Clara, la capilla de San Severo, las basílicas de San Carlos, San Lorenzo Mayor y Santo Domingo Mayor, y vías como la de Spaccanapoli —estrecha y laberíntica—, Toledo o Chiaia, estas últimas, junto a las galerías Umberto, principales núcleos comerciales de la ciudad.

Esta primera mirada napolitana es realmente bella y está bastante cuidada y limpia pero, como decíamos, hay otra que está en sus antípodas y que es, fundamentalmente, el barrio llamado “español” y su amplio entorno, en el que las calles y aceras tienen unos pavimentos muy mal conservados, la suciedad impera por todas partes y el caos del tráfico llega a sus niveles más extremos.

Pero en ese Nápoles, degradado y deteriorado, si bien singular y curioso, típiquísimo y especial, el caos domina y la ciudad funciona por convención, no por aplicación del derecho positivo.

Al tercer día de callejear por el entorno de la enorme plaza Garibaldi, sede de la estación central napolitana y eje urbano de esta otra Nápoles, ya has asumido que cruzar un semáforo es un acto de fe, que ver los contendedores de basura siempre desbordados forma parte del paisaje, que el top manta está tolerado, pero vigilado, que el negro africano y el cetrino árabe no se acaban en solo dos colores, sino que hay muchos tonos que los diferencian, como las lenguas en las que hablan porque Babel también está en Nápoles.

No vayas a ver Nápoles con ojos convencionales porque lo superficial y episódico no te dejará ver lo verdaderamente esencial que es una ciudad plural como pocas y, por ello, singular. Contradictoria. Insufrible, pero insustituible, como el Madrid de pongamos que hablo de Joaquín Sabina. Nápoles es, con sus luces y sus sombras, una ciudad a la que hay que ir obligatoriamente si se quiere experimentar que el caos es también una forma de orden.

Viajar a Nápoles, no solo es hacerlo a la ciudad partenopea —el gentilicio que le viene de una de las tres sirenas de las islas Galli que escoltan la costa amalfitana—, es también tener la oportunidad cercana de ver y disfrutar de una bahía con más de 180 kilómetros de costa, entre la que destacan tres “costieras”: la sorrentina, la amalfitana y la isla de Capri. Tres paisajes marinos y marineros de auténtica excelencia, espectaculares, bellísimos y… concurridísimos.

La masificación del turismo, su gran y más complicado problema que resolver, hace tiempo que desembarcó en estas tres zonas napolitanas que, pese a ello, merece la pena conocer. Muy mucho.

Eso sí, a quienes puedan, les recomiendo que eviten viajar allí en la temporada alta —de junio a septiembre, pero especialmente julio y agosto— por dos razones: la masiva acumulación de visitantes y el fogoso sol del sur italiano en el estío.

La bella e inspiradora costa sorrentina está justo enfrente del puerto y el núcleo principal de la ciudad de Nápoles, dentro de su amplio golfo. Los acantilados desde los que Sorrento se aúpa sobre el mar le dan un aspecto de ciudad amurallada de forma natural.

Un histórico y acreditado lugar de vacaciones que inspiró la conocida y bella canción de “Torna a Surriento” (“Regresa a Sorrento”), expresamente compuesta por los hermanos De Curtis, a principios del siglo XX, por encargo del entonces alcalde sorrentino que quiso con ella agasajar al influyente político italiano Giuseppe Zanardelli, de visita allí. Agasajar… y pedirle que intermediara con el gobierno para que pusieran una oficina postal en la “tierra del amor”, como dice la bonita canción sorrentina que sublimaron con sus voces los tenores Caruso y Pavarotti. Además de un lugar al que regresar y con oficina de correos y todo, Sorrento es la capital del ”limoncello”, un aguardiente del alta graduación —entre 25 y 30 grados de alcohol— aromatizado con los grandes limones que se producen en aquella zona gracias a la fertilidad de su suelo para la producción de cítricos y a lo bonancible de su clima. Definitivamente, Sorrento en la “terra de l’ammore”… y del “limone”.

Fiordo de Furore en la costa amalfitana

Al sur del golfo de Nápoles, que cierra la costa sorrentina, está el de Salerno que nos ofrece la espectacular “costiera” o costa amalfitana, así llamada porque su población más destacada es Amalfi, un bellísimo lugar de obligada visita en la zona, pero no el único.

Amalfi, lugar que da nombre a la costa amalfitana

La costa amalfitana, aunque ahora se ha puesto de moda, ya en los años sesenta del siglo pasado alcanzó justa fama de lugar exclusivo y lujoso en el que vacacionar, hasta el punto de que fue el elegido por actrices tan conocidas como Sofía Loren o Gina Lollobrígida para construirse allí lujosas residencias mirando al mar desde la montaña.

La amalfitana es una costa casi en vertical que cae sobre el mar Mediterráneo, tan vertical que hasta allí se puede ver el único fiordo italiano, el de Furore. Es digna de ver, sin duda, una geografía nórdica y noratlántica en pleno sur del mediterráneo occidental italiano.

La costa amalfitana la integran sucesivos municipios que van apareciendo asomados—literalmente— al mar y que surgen uno detrás de otro, casi sin solución de continuidad, entre las continuas y sinuosas curvas que llevan a ellos.

La alternativa a viajar por carretera por esta costa es hacerlo en barco; mi recomendación es hacer el recorrido de las dos formas, pues así se conoce en su integridad y auténtica dimensión al poder disfrutar de la perspectiva del mar desde la costa y de la de ésta desde el mar.

Lo singular de la costa amalfitana, además de su enorme belleza natural, son las construcciones hechas en lugares de horizontalidad casi imposible en la montaña que se asoman al mar desde la altura con unas vistas desde ellas que (deben ser) maravillosas.

Además de Amalfi, en esta costa destacan las poblaciones de Positano —conocida como “la ciudad vertical”, aunque todas lo son—, Praiano, Furore, Ravello, Maiore y Minore.

Hay que verlas todas pues, si bien el entorno es parecido, en cada una de ellas hay un detalle nuevo y distinto que descubrir. Por ejemplo, en Ravello, la población más de interior y montaña de todas ellas, podemos descubrir “la ciudad de la música”, así llamada por los músicos que la han elegido para vivir y componer, así como por el gran festival que allí se celebra anualmente. Ciertamente se trata de un lugar inspirador y que da la nota.

Gruta verde, en Capri
Gruta verde, en Capri

Dando continuidad geográfica, solo interrumpida por el mar, al cabo que separa los golfos de Nápoles y Salerno, surge la mítica, por bella y lujosa, isla de Capri que, aunque desde hace ya tiempo sea un símbolo del turismo más lujoso y glamuroso, su nombre se lo debe a las numerosas cabras que habitaban este lugar, un ecosistema verde de montaña entre formaciones rocosas, ideal para ellas.

Esta espectacular isla no es un invento del turismo de masas relativamente reciente, sino que ya el emperador romano Tiberio, en los años 27 al 37 de nuestra era, residió y ejerció su poder sobre Roma desde allí, de la que dista alrededor de 200 kilómetros.

Tiberio montó en Capri un auténtico “tiberio”, concretamente en “Villa Jovis”, la villa de Júpiter, justo en el punto más alto de la isla y desde el que arrojaba al mar a quien le venía en gana. Hasta nuestros días han llegado los ecos de las bacanales y orgías que allí montaba Tiberio, el sucesor de Augusto y predecesor de su sobrino Calígula, quien, junto con su cesarato, se llevó a Roma las orgías capreses.

Capri es una preciosa isla en la que el famoseo también se deja ver por allí —por ejemplo, Jennifer López—, aunque cada vez menos porque están absolutamente masificadas las visitas de los miles de turistas que diariamente viajan allí, no sin antes abonar una tasa de desembarco de cinco euros.

Por carretera, Capri tiene tres puntos de obligada y recomendable visita: Marina Grande, que es el puerto en el que desembarcan diariamente ferris y barcos de transporte de personas y mercancías; Capri, que es el municipio principal y que da nombre a la isla, un lugar con grandes vistas, hostelería cara y comercios de marca y Anacapri, que es el otro municipio en el que se divide la isla, que está en la altura y que aún preserva cierta naturalización, pese a que también proliferan en él tiendas, bares y restaurantes, además de un telesilla que recorre Capri de norte a sur. Un tan eficiente como caro —25 euros— servicio de transporte en minibuses enlaza estos tres puntos.

Vista general del puerto de Marina Grande, en Capri

La visita a Capri debe completarse con una vuelta a la isla en barco, a ser posible deteniéndose en las grutas azul y verde, así llamadas por el precioso color de sus aguas.

Capri, a diferencia de su entorno geológico que es de origen volcánico, es una isla de origen calcáreo, lo que convierte su paisaje escarpado y marino en una continua y caprichosa sorpresa para la vista, destacando los “faraglioni”  (farallones), tres grandes rocas que emergen del mar en el sureste, y que es el símbolo más conocido y fotografiado de ella.

Calle de Pompeya
Calle de Pompeya

Terminamos ya esta crónica viajera a Nápoles recomendando, encarecidamente, visitar las ruinas de Pompeya, la ciudad romana que destruyó la más importante erupción volcánica del Vesubio, acaecida en el año 79 d. C.

Cráter del Vesubio

Pompeya apenas dista media hora en coche de Nápoles y después se puede completar la jornada subiendo hasta el mismísimo volcán —al menos, al último tramo que es el permitido, y que tiene una pendiente próxima al 20 por ciento—, declarado parque natural, con limitación de visitantes y previo pago de una tasa de 10 euros, por supuesto.

Pompeya está declarada por la UNESCO como “patrimonio de la humanidad”, con absoluto merecimiento, ya que se trata de un magnífico yacimiento arqueológico, de más de 60 hectáreas de extensión, que, al ser destruido por las masas rocosas, los gases, las cenizas y el lapilli arrojados por el volcán, y no por la lava, como sí le ocurrió a Herculano o Ercolano, está permitiendo recuperar una ciudad romana de casi 20.000 habitantes en un estado casi de congelación en el tiempo.

No hace falta tener una sensibilidad especial ni por la historia ni por la arqueología para disfrutar de Pompeya, aunque quienes la tengan, si aún no lo han hecho, ya están tardando en visitarla. Para el público en general, conocer restos materiales originales de la civilización romana y tener noticias de sus usos y costumbres a pie de anfiteatro, de domus, de fuente, de ludus… o de lupanar, es absolutamente enriquecedor porque, desde entonces, como decía nuestro competente, al tiempo que divertido guía, Michele, “no hemos inventado nada”.

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