Anda el mundo revolucionado con alguna de las últimas canciones de Rosalía, que alude a su manera a uno de los garitos pastilleros más conocidos del orbe y que está en Berlín. Buen asunto si con eso alguno busca en Google Maps y se encuentra la ciudad que rodea al Berghain.
Este que les escribe se ha desplazado por unos días a la capital alemana, por la primera edición de la Freedom Week. Esperemos que no sea la última, por la relevancia de los ponentes, el esfuerzo realizado por el ayuntamiento de la ciudad y por cuantos se han implicado en la organización, que ha llenado las calles de actos.
En esta capital –tan enormemente grande desde los sueños imperiales prusianos y renacida de las cenizas causadas por las bombas incendiarias del general Harris, carnicero Harris para la Historia– hay tanto que ver y vivir (e incluso beber) que un centenar de actos pasan necesariamente desapercibidos para el común de los transeúntes.
Estas líneas van saliendo del teclado al ordenador mientras Masih Alinejad provoca emociones y sonrisas a cientos de personas en el auditorio que acoge la jornada principal de la Semana de la Libertad. Es un torrente de pasión esta mujer, que luce melenaza y una flor en su cabello para espantar tiranías.
De todo eso y más han ido saliendo informaciones en LA CRÓNICA, ya sea en el diario o en sus redes sociales, que también cumplen su misión.
Pero aquí, ahora, en estas líneas que no pueden ser breves, hay que seguir hablando de libertad. Más allá de lo institucional y de las buenas intenciones. Libertad a pie de calle.
Pisar Berlín es rodearte de imágenes como flashes, que van dejando poso según se acumulan.
Basta con subirse a una línea de metro para recrear la vista con esos tres góticos (dos chicas, un chico) que se han sentado enfrente de ti. Estás tentado de sacar con sigilo el móvil y fotografiar a una de ellas, con un amplio repertorio de anillos imposibles en sus manos con las que aferra, dulcemente, una Mamiya C220. Para los menos avezados, explicar que ese tesoro es una cámara de formato medio, que no se fabrica desde hace décadas, que se vendía desde Japón cuando al Muro de Berlín le quedaban 20 años de estar en pie, que es analógica en un mundo digital y con la que su dueña mira el mundo a través de sus objetivos y unos ojos veinteañeros.
Luego se sentará allí mismo una gordita feliz, sonriente mientras lee mensajes en el móvil. A su lado, una transexual mulata de rizos eternos que habla en italiano, entre carcajadas, con un amigo barbado al tiempo que se le escapan expresiones en español.
Hay muchos vagones de muchos trenes, urbanos o suburbanos, llenos de historias cotidianas con rostros únicos. El periodista mira y ve.
Somos hijos del siglo XX y nietos del XIX. O quizá al revés, a la vista de cómo van las relaciones internacionales, que hacen añorar a Tayllerand y su afán por firmar tratados, aunque siempre fuera sin pensar en la Humanidad sino para engrandecer a Francia, tan de capa caída en estos tiempos.
El papel y las rúbricas han salido por la puerta trasera de la Historia.
Así las cosas, ¿es posible hablar de libertad en Berlín? No sólo posible, sino necesario. Incluso aunque sólo fuera un acto de justicia para una ciudad que se llenó de banderas de Ucrania cuando Rusia inició su invasión. Alguna sigue todavía. Más que algunas, bastantes.
Precisamente, la libertad y sus amenazas nos tienen que llevar, necesariamente, hasta Moscú. Aunque sea figuradamente.
Es buena coincidencia, porque no parece casualidad, que la Staastoper representara este 9 de noviembre Jovánschina, la grandiosa ópera que dejó inconclusa Mussorgsky hasta que Rimsky-Kórsakov la terminó, para una partitura que Stravinsky y Ravel intentaron mejorar y que quedó fijada por Shostakovich. Una criatura con muchos padres, bien se ve.
Lo que se vio en el escenario, y que se repetirá apenas un par de veces más las próximas semanas, es un espectáculo total. Maravillosa la música original para los coros, más incluso que las arias. Porque lo relevante no es el zar Pedro I El Grande (que ni siquiera aparecía en el original, por la censura) ni las milicias que terminarán acribilladas (casi en un remedo de los Fusilamientos del 3 de mayo, de Goya), ni el pope ortodoxo y sus seguidores, defensores de la tradición.
Sobre la impresionante caja del escenario destacan, de manera apabullante, las escenas de las multitudes, en un montaje que no desdeña el vanguardismo pero respetando el origen de la obra. Y que empieza y termina en el despacho de Putin, presidido por una escultura de Pedro I, al que el ambicioso ruso exsoviético guarda veneración. Ambos comparten su pasión por la sangre como argumento.
Es la masa enfrentada al poder. Esa masa y ese poder que ya radiografió Elias Canneti, que podría haber sido español si sus ancestros no hubieran salido de la conquense Cañete por un quítame allá un judaísmo. Le salió un tratado de supuesta sociología que, en realidad, es pura literatura con mucho de observación histórica y atisbos de juicioso surrealismo. Referencia obligada, en todo caso, para entender los últimos cien años de Europa y sus desastres.
En Berlín no asoma estos días ni una brizna de sol. Es la costumbre. Un cielo cubierto desde el amanecer hasta el ocaso. Aun así, hay muchos momentos luminosos, dentro y fuera del Gasometer que acoge la Freedom Week. Como ha reflexionado en un encuentro con periodistas el alcalde Kay Wegner, «Berlín es la ciudad de la libertad y de la esperanza».
Solo hay que saber mirar. Y asumir, porque nunca lo recordamos lo suficiente, que la libertad hay que vivirla hasta los tuétanos mientras se puede. Y exigirla, pelearla, facilitarla donde no la hay, para mantener la nuestra.
