Hace siglos, el martes era día de mercado en la plazuela de Don Pedro porque lo era en el exterior del Mercado de Abastos. Sucedía en el XIX y en el XX, pero ya no en el XXI, que se nos note que somos bien modernos.
Hasta hace décadas, en la campa donde pronto estabularán a cabestros y toros de lidia para correrlos en Ferias, unos tejadillos con columnas de forja daban sombra a los puestos de payos y gitanos.
Se gritaba cada martes la excelencia de las imitaciones y los bajos precios de las alpargatas. Quizá con más entusiasmo de como lo hacen ahora junto a la plaza de toros, en su actual ubicación, ajena a aquella centenaria tradición.
Pero que nadie tiemble, porque a las viejas tradiciones le suceden otras, más nuevas pero igualmente condenadas a quedarse.
Por ejemplo, las calles más teóricamente repulidas del centro de la ciudad (hablamos de Guadalajara, pero la plaga alcanza a toda España) son páramos sin sombra y sus plazas, meros muestrarios al por mayor de las canteras de granito portuguesas. Pura tradición contemporánea la de esta sinrazón.
De pequeños, los que fueron a escuelas menos ocurrentes y transversales que las actuales aprendieron que los árboles daban sombra en verano y se desnudaban, púdicamente, en otoño para no estorbar el paso de la luz solar en el invierno.
Ahora, no: el sol cae a plomo sobre las cabezas, ya estén cubiertas por melena, sombrero panamá o temerariamente desiertas.
Las calvas y el páramo de nuestras plazas son dos caras de la misma indefensión.
Guadalajara, esa ciudad viva donde el sentido común tantas veces agoniza, va camino de derretirse y convertirse en magma. O en plasma, que sobre eso aún no hay acuerdo científico que podamos llevar hasta el lector.
Por eso, a este paseante apenas le sorprendió encontrarse este otro martes bajo la canícula unas botas de esquiar y unos supuestos bastones precintados, tirados en la calle y a la espera de mejor destino. ¿Una alucinación? Si lo fue, sería un espejismo urbano compartido con otros, que comprobaron junto con el fotógrafo de LA CRÓNICA lo extravagante de la imagen.
¿Qué pretendía el anónimo depositante? ¿Esquiar en plena solanera? ¿Facilitárselo a quien quisiera? ¿Deshacerse de un material invernal que se antoja cada vez más inútil por el cambio climático? ¿Hacer hueco en el armario para esconderse dentro y aguantar sin respirar hasta que pase la ola de calor?
No hay respuesta.
Tan sólo tenemos ante nosotros una plazuela, la única de la ciudad, donde unas botas de esquí soportaban mejor que cualquier humano la falta de sombra en un día de agosto. Tampoco había humanos, acobardados y en sus casas, a la espera del anochecer.
Era el momento de añorar a «Filomena», la gran nevada con nombre de mujer que habría dado sentido a las botas y a los esquíes. Filomena, ¿volverás?
Todo llegará. Incluso el frío. Si no nos olvidamos de aguantar… y lo aguantamos.
