¿Detrás de cada pañuelo blanco había un yunquerano? Difícil probarlo, pero fácil pensarlo. Lo cierto es que, cuando se rozaban las nueve de la noche del domingo, un 4 de mayo de 2025 frío y ventoso, la petición arreciaba después que cayera el sexto de la tarde de un espadazo fulminante. La estocada, algo desprendida, fue reprochada desde los altos del 7, los mismos que aplaudían la presencia de algunos novillos y terminaban por lamentar, sistemáticamente, la descastada andadura de cada uno de ellos por el ruedo.
Esa fue la esencia de la presentación de Cid de María en Madrid: tarde desapacible y prueba superada.


En el principio fueron los nervios, como correspondía. Las tres chicuelinas y la media de su quite al segundo de la tarde fueron ceñidas, pero extrañas. El aplomo luchaba con la impaciencia todavía ante «Panchito», novillo que cabía considerar paisano aunque luciera carnet de madrileño, siendo como era de la ganadería de Guerrero y Carpintero. Le arrebató el capote con vuelta azul al segundo lance.
Tras el necesario paso por la barrera, volvía a la cara del astado para culminar un recibo de capa tirando a insulso. Repuesto de estas incidencias, el joven Cristian lo llevó al caballo sin adornos y con eficacia, para que el 7 protestará con razón el primer puyazo y más aún el segundo: el topetazo contra el peto resonó en toda la plaza (y eso que los tendidos estaban cuajados con una media entrada muy bien repartida) como si hubiera caído una bomba.
Llegado el último tercio, el veinteañero de Yunquera de Henares comienza por abajo, acelerado y sin vislumbrar solución a unas embestidas inciertas, casi inexistentes. Lo mismo en la segunda tanda, por el viento. Una colada en medio de la serie no ayuda a la tranquilidad.
Y fue con la izquierda, esa misma que debe darle contratos en el futuro, cuando llegó Cid de María para apuntar alguna de las virtudes que muchos ya le han visto acreditar en ruedos de menor enjundia. Se paladearon tres grandes naturales y el de pecho, con creciente clamor en los tendidos. Materia fugaz para el éxito, puesto que en la siguiente serie ni se encaja igual ni encaja en el público, que volvió a las pipas y a abrigarse.
Con la derecha, el joven campiñero le pierde pasos, en la búsqueda de una esperanza. Se va alargando la faena y sopla el huracán. Vuelve a los naturales, pegado al 8. Quiere torear, eso sí que lo demuestra, pero no hay ni caso ni oponente que lo facilite, ni eco para los alardes finales. Pincha en el sitio. Otro más. El tercero se agarra, pero tiene que volver a entrar y está vez sí lo fulmina, en la suerte natural.
Hasta ahí, el relato minucioso de la aparición en la arena del coso venteño de Cristian Galeano Cid en el Día de la Madre, festivo también en las seis vacadas de las seis distintas ganaderías madrileñas donde pacen las señoras madres de los utreros que en el ruedo no dieron ningún motivo de celebración. Qué inmenso sopor traían todos en sus genes.
Después del careto que hizo quinto –y que más parecía un personaje de película gore que un descendiente de los uros– el de Sandoval que cerraba la tarde, ya de noche, salía de toriles aparentando la normalidad que es propia a un toro bravo. Sin excesos, por descontado, ni en la forma ni en el comportamiento.
Con ese material (escaso), Cid de María fraguó su pequeño gran éxito en Madrid, que fue salir triunfador de un festejo en el que el mexicano Bruno Aloi demostró valor y poco más mientras que el aragonés Cristiano Torres dejó al público con ganas de ver al cuajado novillero que conocen sus paisanos.
Después de tanto ventarrón y con frío creciente, fue el subalterno Jesús Romero quien, con dos soberbios pares, alegró al novillo y sobre todo al público, que estalló en sonoras y merecidas ovaciones.
Con el viento (el del ánimo colectivo) de cara, el hijo de María se puso y se propuso darle la vuelta al asunto, doblándose por bajo para comenzar. Esta vez, no fue la izquierda la mano decisiva sino que hasta llegar a una poderosa tanda con la derecha el respetable no entró en la faena. Cuando fue, lo hizo rugiendo como sólo aquí se escucha. Quede para el recuerdo, en mitad de la serie, un derechazo tan lento que es de los que no se explican sino que sólo se viven.
Tiene Cid de María la costumbre de gritarle al toro, con lo que también conduce la atención del espectador hacia lo que está pasando. Este domingo, momentos hubo en que sólo se le oía a él, hablándole al novillo. Toreando. Para futuras ocasiones dejó casi todo lo que atesora.
El estoconazo llevó a «Canallo» a acochinarse en las tablas que, cuando se abren, dan acceso a la Puerta Grande, esa que esta vez no franqueó ninguno de los postulantes a figura. Dobló sin descabello, asomaron los pañuelos con los que principiaba esta crónica y, una vez insultado el presidente y dada la vuelta al ruedo el triunfador de la tarde, el personal se fue a su casa; en metro los madrileños y en coche o en autobús, camino de Guadalajara, casi todos los demás.