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2 diciembre 2025
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EL PASEANTE / El migrante guapo

El paseante permanece sentado para no ahuyentar a su nuevo amigo. Sin más que hacer, mira y piensa a la espera de escribir este artículo.

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A veces, a este paseante no le hace falta echarse a las calles para buscar qué llevarse a la tecla. Son raras las ocasiones, aunque ocurren, en que basta con sentarse en casa y esperar. Eso ya les sucedía a los clásicos con la inspiración. A este escribiente le ha pasado con un pájaro.

El de esta historia no era un pájaro cualquiera.

Ahí le tienen, guapo a rabiar, insultantemente joven, pequeño pero no desvalido.

Bajo unas nubes que amenazaban tormenta y que se han ido sin descargar, se ha dedicado el muy jodío a acompañar por un rato a este atónito humano.

Tanta ha sido la insistencia en repetir siempre las mismas evoluciones, un puro baile, que las dudas se terminaron por despejar: quería que le mirara. Y eso es lo que he hecho, como tantas otras veces con otros muchos animales incluso menos dignos de tanta admiración.

Asegura Internet que el pajarillo en cuestión es un papamoscas, especie que se reproduce por millones en Europa y que tiene la empecinada costumbre de migrar hacia África, en busca de mejor acomodo. Lo mismo que los humanos, pero a la inversa.

Está siendo un final de verano de mucho ajetreo aéreo por esta parte de Castilla. En los últimos días, decenas de aviones (no parecen golondrinas, no son vencejos) se han posado en las ramas secas del árbol más cercano, para juntarse antes de emprender viaje, buscando el Sur y el calor.

Otros aviones, los de acero, no dejan de pasar, más arriba, más lejos, llevando pasajeros con ansia de alcanzar destinos, también aquellos que nunca terminan de llegar.

Así, el paseante permanece sentado para no ahuyentar a su nuevo amigo. Sin más que hacer, mira y piensa que si un congénere humano, dizque sapiens, no se hubiera echado al camino hace 120.000 años desde el mismo lugar al que ahora vuelan estos pequeños pájaros, ni él estaría hoy aquí ni habría tenido ocasión de hilvanar más tarde estas cuatro líneas en la espera del otoño.

Mientras, en Bruselas, el taxista con rastas que el otro día conociste, guapo también, versión de ébano de tanto chauffeur trashumante, andará llevando con su coche a cualquier otro pasajero hasta el aeropuerto. Quizá también le dé palique, como hizo contigo, la media hora del trayecto. Treinta minutos de universo encapsulado en el mínimo espacio de un vehículo. Lo suficiente para que te explique su viaje desde la Ruanda sangrienta a la Europa ahíta de desesperanza. Sus sueños. Sus dos hijas. Sus 36 años. Los sueldos magros que le animaron a montarse por su cuenta, comprar el coche, pagarlo, atenderlo y quererlo como uno más de la familia y que le ayuda a mantener a la suya propia.

48 euros después, el viaje acaba.

Que no acaba nunca el viaje mientras somos migrantes de nosotros mismos viendo migrantes.

Cuando los miras con ganas de entender, el mundo cambia.

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