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5 diciembre 2025
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EL PASEANTE / A 1,50 la fe del caminante

En esta iglesia del Camino de Santiago es posible establecer una comunicación reglada con la divinidad encendiendo una vela y bisbiseando una oración mientras se piensa un deseo. Cuesta 1,50 euros hacerlo.

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A Santiago, a Ángel y a todos los peregrinos entusiastas.

Nadie sabe cuánto durará la moda del Camino de Santiago. En este achicharrado agosto de 2025, cuando los incendios empiezan a menguar y ya se barrunta la llegada de alguna lluvia, todavía el sol acompaña los caminos donde no hacen sombra los carballos.

Este paseante siempre quiso ser más flâneur al modo francés que imitar al canónico peregrino según se estila por las tierras del añorado Cunqueiro.

Para ser flâneur no se requiere hablar el idioma de Voltaire sino, simplemente, tener una ciudad por la que deambular, sin rumbo.

Ser peregrino hoy, más incluso que en la época de Gelmírez y los primeros grandes negocios compostelanos, aboca a pisar las mismas piedras que otros, tropezar con la misma traicionera raíz, someterte a idéntico selfie en la umbría de la corredoira donde se fotografiaron cientos ya este verano. Aun así… mejor pasar por tonto aquí que hacerlo en lo alto del Everest, con atasco de escaladores.

Cada cual hace el Camino como su propia biografía, de un modo personal e intransferible. Eso es lo que salva y justifica la experiencia de criar ampollas en los pies entre Sarria y Portomarín, como si Triacastela o el Cebreiro, tan lejanos aun estando tan cerca, fueran parte de la más brumosa Historia.

Cada cual debería inventarse su Camino con el mismo desparpajo con que Manuel Fraga Iribarne apañó dinero del Estado y puso un parador en un pueblo reinventado, para salvar de las aguas del Miño en el embalse de Belesar las piedras de una iglesia románica que es más fortaleza que templo. Dado que tanto mandaba, otro parador lo levantó el político gallego en Villalba, que para eso era su pueblo.

Entre el blanco de este caserío que es puro decorado aprovechas que las puertas están abiertas y te acoges bajo la única nave de San Juan. Piedras desnudas entre las que se mueven dos casi ancianas, extranjeras, aguantando las mochilas en milagroso equilibrio.

Estás en una cápsula, con el tiempo detenido, la fe ausente, el silencio eterno y algún dios mirando desde lo alto, por si quieres hablarle.

Para quien quiera establecer una comunicación reglada con la divinidad es posible encender una vela y bisbisear una oración mientras piensas un deseo. Cuesta 1,50 euros hacerlo, según reza (irresistible el juego de palabras) un cartel en castellano y en inglés.

A escasos metros, en la calle asoportalada que a todos acoge, los de la ambulancia del SERGAS atienden con infinita paciencia a un diabético andariego, que se ha olvidado el contador del azúcar en el penúltimo albergue. No le llaman parvo al hombre, pero seguro que lo piensan.

Más allá, un grupo de seis disciplinados japoneses son capaces de comer helado con la candidez de un niño, entre risas susurradas.

A esta calle, que en Google Maps aún sigue llamándose del General Franco, se la podría muy bien bautizar, con mayor propiedad, rúa dos coxos: casi la mitad de los que andan, renquean.

Mañana ya se habrán repuesto, para no llegar tarde en la lucha agónica por un catre. Pero hoy se bambolean entre los escaparates que anuncian las zapatillas con Goretex a 139 euros el par; la tarta de Santiago a 8 y el imán, a 4.

Ellos no saben que la ración de anguila frita anda ya por los 24 euros, en los restaurantes de la cercana Paradela. Pese al coste, sabe a gloria convertir a un bicho tan arrastrado en tesoro culinario. Ojalá fuera tan fácil conseguirlo con las personas.

La verdad es solo una y es que todo tiene un precio, así en la tierra como en el cielo.

Puedes llegar a lamentar lo caro que es vivir.

Sale más caro no poder hacerlo.

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