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4 diciembre 2025
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EL PASEANTE / Un periodista entre lorzas

El Paseante se asoma a su columna al borde de la insolación o con ella ya aplicada a su artículo. Que decida el lector.

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La gente es fea. Tal realidad no debería ser discutida, por evidente y por aliviadora de las propias limitaciones.

Somos feos. Estamos hechos de un modo defectuoso y, aun así, nos apareamos eufóricos y sobrevivimos complacidos por seguirnos viendo, ya sea entre congéneres o uno mismo ante el espejo.

Durante años, cuando El País era leído por sus artículos de fondo y no asaeteado por la creciente censura a sus columnistas, en llegando San Isidro siempre arribaba a su última página la diatriba contra los toros de Manuel Vicent. Si las golondrinas siempre vuelven, el argumento antitaurino también lo hacía, bajo la misma firma y en parecida forma.

A cada verano que pasa, este que les escribe se acuerda de esas costumbres de otros para justificar la propia, en LA CRONICA y casi cada verano, que es la de lamentar que los bañadores oculten tan poco las lorzas y los pliegues del personal. Incluso donde no hay arruga sino juventud, que el bañador no deje resquicios entre las nalgas suele venir aparejado con un estremecimiento cuando se oye a la vecina de tumbona esos sus razonamientos, atronadora de decibelios e idiocia al modo de los presentes tiempos.

Estamos en verano y el spleen de Baudelaire se convierte, bajo el sol y la sangría, en una añoranza homérica de Ítaca incluso sin Cavafis, solo por encontrar un puerto que nos dé abrigo entre tanta acalorada desolación.

Y sin embargo, también aquí es posible confiar y confiarse sin espíritu de náufrago.

Ha recalado el periodista en el viejo hotel de otras veces, con el que mantiene una relación tan feliz como arriesgada, por la certeza creciente de que la relación se romperá por una de las partes. Por la más débil.

Levantaron este hotel los primeros albañiles que en esta parte de la isla tuvieron encargo de alzar torres de 12 plantas frente al mar. Ahí sigue, en pie desde 1962.

Al edificio, como a cualquier humano de su edad, se le justificarían los achaques y alguno tiene.

Desde el primer viaje, cuando uno era joven y se reía de los viejos titubeantes del buffet, han pasado años suficientes para no aspirar ya a reírse de nada ni de nadie, por respeto a las décadas que se van acumulando en el DNI, en la espalda, en las rodillas o en la barriga fuera de control.

Así en la tierra como en el mar o en la piscina, todos somos lo que somos y no lo que pudimos ser salvo los niños de teta, tan escasos.

Arriba, el Teide se esconde en la calima; los Martiánez están al borde del medio siglo y nadie lo diría; el mar rompe contra la piedra negra del espigón; los cangrejos rojos se dejan mecer por las olas, andando siempre a la contra… como tú o como yo, aun siendo nosotros gente de poco mar y de tierra adentro. Bajo el Teide, el añejo Las Vegas es desde hace tiempo un Catalonia, cerca de un Silken de rompedor diseño y aún reciente estreno.

En lo alto del Puerto de la Cruz, el incendiado Hotel Taoro está a punto de resucitar de sus muy reales y antiguas cenizas con ánimo de igualar las constantes resurrecciones de aquella famosa inquilina, Agatha Christie. Si lo pueden pagar, les darán alojamiento con vistas y recuerdos

La vida pasa. La vida sigue. Las lorzas, permanecen.

El eterno retorno era esto. Sin Davos pero con un barraquito a punto de dejarte el cuerpo como un reloj, hasta la siguiente copiosa comida en Los Gemelos.

La vida, como la camarera, te sonríe. Que nadie pida más, para no ser un desagradecido. Sería un doble pecado en tiempo de verano.

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