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26 marzo 2024
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Elogio del camarero y de los desayunos en el bar

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Nunca debiéramos contar nuestras vidas por días sino por desayunos.

Pasado el desasosiego de abrir los ojos en la cama, entornarlos ante el espejo para intentar no ver lo que ya eres, restregarte las legañas entre bostezos y salir corriendo… conseguir plantarte ante la mesa del café humeante es el único refugio cabal del humano inteligente. O no demasiado imbécil, comparado con lo que nos rodea.

El desayuno propiamente dicho, el que merece tal nombre y un homenaje, no es esa forma doméstica de aliñarse un condumio matinal con la que algunos se consuelan el alma y el cuerpo. Estamos hablando, y escribiendo, del bar o de la cafetería, en la calle o en el hotel.

Frente a quienes consideran que la primera ingesta ha de ser la primera rendición a lo presuntamente sano y a lo aconsejado por las autoridades, los espíritus libres nos acogemos a sagrado en el insensato y diario ejercicio de la insumisión: café con leche en vaso de caña, con porras. O con churros. O, al menos, con tostada de pan con su aceite y con su sal. Sin tomate, por favor, que por la caridad entra la peste y por la hortaliza, el veganismo.

De la decadencia de Europa es buena prueba la difusión indiscriminada de la costumbre, pentecostal y gringa como pocas, de desayunar en familia. Como si no hubiera suficientes momentos a lo largo del día de sufrirse juntos como para tener que ponerse a prueba todavía somnolientos.

En la Inglaterra que era un ejemplo y no una desgracia, la reválida del auténtico gentleman no era tanto saber cojear con la elegancia de lord Brummel como abrir y plegar el Times en la mesa del club y hacerlo sin un solo aspaviento, con movimientos precisos. La contención facial habría de mantenerse , of course, con la lectura de las cotizaciones de la Bolsa de Londres, por mucho que supusieran cuantiosas pérdidas para el patrimonio personal. Desayunando.

En la España de hoy –como en la de ayer y en la de anteayer– el reservorio de la esencia nacional está en los bares, especialmente a la hora del cortado y de la primera copa. ¿Qué mejor alimento para superar lo que está por venir que el café y el alcohol? En la tierra de Séneca, todos estoicos, aun sin saberlo. Mal afeitados, muchos. Y optimistas, bastantes. Más de lo esperado. Más de lo razonable.

Algunos creen que la gran duda existencial radica en decidir si hemos venido a este mundo a servir o a servirnos. Una estupidez contumaz más como tantas otras estupideces contumaces que se repiten sin pensar, ecos sin voz.

En primer lugar, no hemos nacido, sino que nos nacieron. En segundo, y más importante, el verdadero placer no está en servir o en servirse, sino en que te sirvan.

La distancia que impone ser cliente (o clienta) y camarero (o camarera) abre vías de libertad que no dan otras relaciones humanas. Ambas partes saben que la suya es una relación limitada en el tiempo y en el espacio. Apenas unos minutos, acodado en una barra o despatarrado en una mesa o envarado en el respaldo de la silla de un hotel de lujo. O incluso abriéndote espacio a codazos entre la turbamulta de competidores que aspiran a no llegar tarde al trabajo. Son encuentros fugaces, aunque recurrentes si eres parroquiano fiel.

Todos esos diálogos, tan breves como greguerías, se quedan en la memoria de los buenos momentos. Tan gratificante en Saúca como en París. Tan impagable que no va incluido en el precio. 

En ese campo de juego no suelen caber más que la cordialidad y las complicidades, un auténtico paraíso en cualquier jornada de cualquier bípedo implume, en cualquier ciudad de cualquier país del Occidente.

Los camareros, sea cual sea su sexo y condición, hacen más por la salud mental de la sociedad en que trabajan que toda la horda de psicólogos a sueldo de la Administración. Se les maltrata con un mal sueldo por sus patronos y con frecuentes desdenes por no pocos clientes. Pero sobreviven y hasta sonríen. Viven y nos enseñan a hacerlo.

Que al menos estas líneas sirvan de humilde desagravio. En la armonía que da estar juntos pero a distancia mientras damos vueltas al café, esperando a que se enfríe. Y terminando ese encuentro entre personas con la palabra más cara: gracias.

P.S de El Paseante: Si algún lector está interesado en saber por qué los camareros de París se convirtieron una vez en los mayores revolucionarios por culpa de un bigote, que se lo pidan a los responsables del diario por e-mail y desde aquí, pues el director de LA CRÓNICA duda que alguien lea esta columna con un mínimo interés, ni siquiera con desgana. Si al menos lo piden cuatro, lo escribiré gustoso. Hoy prefería no abusar de quien me aguanta. Espero que lo comprendan.