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29 septiembre 2024
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EL PASEANTE / Madrid en un día memorable

Sentir que un día tan normal como este es también memorable. Sin nada extraordinario que no sea la brisa fresca en la cara, bajo la sombra del parterre, en un Madrid que hoy es todo lo agradable que puede ser la vida cuando la atrapas con cuidado entre una líneas escritas en el teléfono y, como el gorrión que danza por el suelo, dejas que vuele.

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Cabanillas del Campo tuvo un gran alcalde al que todavía se le recuerda. Ramiro Almendros era, para el que lo frecuentaba, el humo de sus «farias» incluso cuando estaban apagados desde hacía tiempo; también, su presencia contundente por el físico y por el carácter. Aquel hombre cautivaba por el saber estar tanto como por su savoir faire, al modo más reciamente castellano. Hizo de un pueblo de 800 vecinos el actual, con sus más de 10.000.

Tan convencido estaba de sus cosas que las mantenía con una cabezonería cordial, tan natural que a nadie espantaba. Nada que ver con las intolerancias contemporáneas, que nos dividen en bandos marcados por trincheras.

En lo taurino, Ramiro era de Joselito. Sin discusión posible. Lo era en aquellos años de intensa rivalidad del diestro casi paisano con el valenciano Enrique Ponce. El capote de vuelta azul era un manto sagrado, donde no cabían yerros humanos.

De haber seguido entre nosotros, habría que haberle preguntado si se animaba a asomarse a la despedida de Ponce en Las Ventas, que se obraba este sábado. Daría igual no tener localidades, porque él la habría rechazado con esa sonrisa pícara que acostumbraba antes de encajarse el resto del puro en la comisura.

La vida está hecha de días memorables como este… al margen de lo que suceda sobre el ruedo.

Porque es posible llegarse hasta Madrid y aparcar sin arruinarse.

Porque la tarde es luminosa y nos retrasa el otoño, como anunciando primaveras.

Porque en la Fundación March, donde has ido a caer para reposar la comida, no huele al dinero corrompido de don Juan sino a la cuidada vegetación de su jardín, donde dormita un viejo mientras una amable camarera te sirve un café que sabe a gloria.

Por aquí, exactamente por aquí, Andrés Berlanga apacentaba periodistas como director de Comunicación de la cosa, viejos reviejos la mayoría de los que quedan, muertos como él ya demasiados. Nacer en Labros y hacerse buena fama en Madrid, con “La gaznápira» como éxito rotundo más allá del tiempo, está reservado a los elegidos. Él lo fue, tan único como el capitel románico de la iglesia de su pueblo.

¿A Berlanga le gustaban los toros? No lo sé. Tampoco importa.

Lo que importa ahora es sentir que un día tan normal como este es también memorable. Sin nada extraordinario que no sea la brisa fresca en la cara, bajo la sombra del parterre, en un Madrid que hoy es todo lo agradable que puede ser la vida cuando la atrapas con cuidado entre una líneas escritas en el teléfono y, como el gorrión que danza por el suelo, dejas que vuele.

Lo que haga Ponce en su tarde memorable del adiós a Las Ventas, será otra cosa.


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