Para que luego digan que en Guadalajara sólo hay viejos, como sentenció en un programa de Broncano cierta vecina transeúnte. El problema lo tiene el que mira, sobre todo cuando no ve.
Es la capital de La Alcarria una ciudad para especialistas de la perseverancia, donde abunda la morralla pero en la que también es posible encontrar motivos para solazarse. Como ante ese escaparate de una conocida tienda cuya mejor noticia es, por cierto, la del feliz restablecimiento de uno de sus propietarios, después de meses luchando en el hospital.
Estos hombres desnudos han sorprendido al fotógrafo de LA CRÓNICA y mejoran, sustancialmente, el espectáculo que se intuye por debajo de la ropa de los viandantes, sean hombres, mujeres o cualquiera de sus intermedios. Hagan la prueba y constatarán que, en la inmensa mayoría, los que por aquí andamos habitamos unos cuerpos manifiestamente mejorables. Que da asco mirarnos, vamos. Y, sobre todo, imaginarnos.
Los culos al viento de esa tienda, tan céntrica, pronto quedarán escondidos bajo ternos a la moda, trajes de novio, ropa de invitados para eso tan estrafalario que es casarse y, además, empeñarse en celebrarlo.
No es cosa menuda una posadera, como se comprueba. Tampoco lo es el anverso del reverso, aunque en este caso se disipa con la forma de un bulto menos expresivo que el de la taleguilla de un torero.
Ver un culo, un buen culo, tiene mucho de victoria de la Humanidad. Baste recordar que en Egipto, tan hieráticos ellos, ni los esbozaban, al tiempo que en Mesopotamia todo se ocultaba, bajo pesados ropajes. Cuando los griegos copiaron de sus vecinos del sur para los primeros kuroi, el canto a la juventud que se hacía en esas esculturas era frontal y bien poco expresivo. Fue cuestión de tiempo, osadía y pericia técnica que los grandes del período clásico liberasen el cincel y la anatomía.
De esto podríamos hablar mejor por las salas del Altes Museum, de Berlín, que tiene su propio repertorio de traseros pétreos:
El cuerpo humano reflejado en el arte, y en los maniquíes también según acabamos de descubrir, es una sublimación de nuestros deseos de perfección, a la que sólo se acercó en su versión femenina (y recauchutada) Hefner en su «Playboy», amén del celtibérico «Interviú». En una y otra publicación, por cierto, los reportajes y los artículos de fondo eran memorables, aunque recibían menos atención.
¿Y a qué viene todo esto, pensará el lector, siempre tan perspicaz como impaciente? Pues a la simple búsqueda de un motivo para escribir al paso de la calle y, sobre todo, para demostrarnos a nosotros mismos que hay vida más allá de los políticos y de su inagotable necesidad de reconocimiento al margen de sus méritos. O para acreditar que hay mucho que ver y que vivir fuera de las pantallas de la televisión. Y que incluso en una de las ciudades más aburridas de esta parte del orbe puede haber un chispazo de caos o de sorpresa que nos alivie el sopor. Siquiera por un momento, por un día, en este instante.
No servirá de nada este artículo, que nada pretendía. En eso estamos al mismísimo nivel que tantas gansadas cósmicas que se leen cada jornada, aquí o en cualquier otro diario, de boca de quienes cobran por resolver nuestros problemas y que no hacen más que crearlos nuevos detrás de cada esquina.
Vamos de culo. Pero, al menos, que sean buenos culos.