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18 abril 2024
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AUGUSTO GONZÁLEZ PRADILLO / El pedo del hipopótamo no es el que más perdura

Las palabras sobre el coronavirus son graves porque no se las lleva el viento. Antes al contrario, son algo parecido a la ventosidad rampante de un hipopótamo: envenenan el ambiente, permanecen un tiempo impregnándolo todo y cuando creemos que se han disipado en el olvido comprobamos que en realidad están al fondo, en el recuerdo acre de nuestra memoria. Y que eran mentira.

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El secreto de la inmortalidad no está en la religión sino en Twitter. Da igual que el tiempo pase y las noticias (falsas) se desmientan. Al cabo de los meses o los años, vuelven a circular las mismas especies de antaño, con éxito asegurado. Ahí tienen, por ejemplo, el azaroso caso del pedo de un hipopótamo, que habría mandado al hospital a tres ancianos de visita en Cabárceno:

 

 

Así ha revivido el 21 de agosto de 2020, para que el personal se sorprenda y retuitee… una divertida noticia cuyo mayor inconveniente es que ya era falsa hace tres años.

Con la obsesión creciente de muchos por las redes habrá que temerse una profusión creciente e incontrolada de las flatulencias, a la vista de la relevancia que aseguran. ¿Acaso va a ser menos un/una influencer que un hipopótamo?

En realidad, al susodicho animal le vienen acompañando las fake news desde los tiempos de Heródoto. Aquel griego inquieto y mendaz, al que todavía se respeta milenios después a pesar de su acreditada imaginación y torpeza visual, los confundió con caballos de río y así los bautizó. El caso es que el nombre prosperó y aún lo mantenemos, pese a que no tenga nada que ver con la realidad.

Dar nombre a algo es apropiarse de ello, como bien sabemos. O creemos saber. O damos por bueno, sin cuestionarlo. El caso es que funciona: alguien se inventó por ahí la new real y aquí la convertimos de inmediato en esa nueva realidad que ni existe ni se la espera… pero que damos por cierta. Crece el número de muertos por el COVID-19 y en las redacciones de la Celtiberia nunca falta quien pide, ruega o implora que no se use esa palabra sino la más ética y llevadera de «fallecidos», que parece causa menos dolor. Por eso no se vieron en las televisiones de Estados Unidos los muertos/fallecidos de las Torres Gemelas en 2001 ni se han visto en las de España los muertos/fallecidos de la pandemia de 2020. Los muertos que no vimos, vuelven.

Todos los que mandan, porque les dejamos, han hablado mucho en estos últimos seis meses. Volver la vista atrás y releer lo que previeron, plantearon, vaticinaron, aconsejaron o impusieron para controlar el virus es un ejercicio que anima a la melancolía o al suicidio, según la fortaleza de ánimo de cada cual. Que Fernando Simón se alarme hoy de lo que desdeñaba ayer es sólo un ejemplo, aunque quizá el más palmario y sangrante. Sobre todo porque ahí sigue, pues el que le puso no lo cesa.

Las palabras sobre el coronavirus son graves porque no se las lleva el viento. Antes al contrario, son algo parecido a la ventosidad rampante de un hipopótamo: envenenan el ambiente, permanecen un tiempo impregnándolo todo y cuando creemos que se han disipado en el olvido comprobamos que en realidad están al fondo, en el recuerdo acre de nuestra memoria. Y que eran mentira.

La diferencia es que el engaño de un pedo falso aún nos hace reír. Las otras falsedades, constantes y cercanas, no. Con ellas arriesgamos la vida, que es de lo poco que nos va quedando.

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