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22 abril 2024
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EL PASEANTE / El engaño como costumbre

Esto no es la crónica de una corrida de toros, ya que no hubo ni toros y sólo algún esbozo de algo parecido a un torero en la terna de la tarde. Dio tiempo para pensar: ¿por qué nos engañan a los humanos con tanta facilidad? Quizá porque vivimos de engañarnos.

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Bien entendido, una corrida de toros es como tener el mundo encerrado en un círculo. Hay que saber mirar, pero está ahí. Que se lo digan, para su consuelo, a los 22.964 que este jueves fueron atracados sin piedad en la plaza de Las Ventas.

Que no tiemblen ni se irriten, al menos en demasía, ni antitaurinos ni animalistas: esto no va a ser la crónica de una corrida, ya que no hubo toros dignos de ese nombre y sólo algún esbozo de algo parecido a un torero en la terna de esa tarde. ¿Por qué nos engañan a los humanos con tanta facilidad? Quizá porque vivimos de engañarnos.

Asomado a los palcos del 10 se veía la efigie rotunda del duque de Alba, Carlos Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo. Los angulosos rasgos de su perfil parecen, por la genética de siglos, predispuestos para quedar impresos en las monedas de una ceca real. No es tiempo ahora para que los que le preceden en el escalafón (Juan Carlos I y Felipe VI) se asomen por aquí, como sí lo hace a escasos metros Marina Castaño, esa mujer.

Justo por debajo, los nombres son otros. 

Tres mozos de un pueblo de Ciudad Real se han venido para Madrid a echar la tarde y lo que cuadre (hay esperanzas) antes de que mañana se vuelvan al trabajo, allí, en La Mancha. No entienden mucho de tauromaquia y eso les salva.

Más sabedor de las cosas que ocurren en el ruedo parece un elegante barbado, que resulta ser nieto de horchanos, aunque avecindado en la capital. Asiste impávido al desastre, como los marinos en los naufragios.

Más abajo, un matrimonio portugués se alborota, porque venir pa’ ná

Y así podríamos continuar, tendido por tendido, hasta la andanada del 6, donde el sol inmisericorde pone los cerebros en ebullición tarde tras tarde, como bien demuestran sus siempre airadas reacciones.

¿Cómo es posible robar impunemente a 22.964 personas, a la luz del día en una tarde del mes de mayo, sin que nadie resulte detenido? Si al menos alguno de los tres ¿diestros? se hubieran negado a matar un toro, la autoridad habría tenido que actuar, como hizo con Curro Romero en el ya muy lejano 1987. Terminó en Comisaría el mismo hombre que en otras cinco ocasiones llegó a salir a hombros por la puerta grande, hasta la calle de Alcalá. Para todo hay que valer.

Común entre los aficionados al toro es su inmensa capacidad para asumir las contrariedades, a prueba de desalientos momentáneos. Ven y saben mirar, disciernen sobre lo que ocurre en el ruedo, se explican con razones y experiencia los errores y miedos del de luces… y cuando el despropósito se consuma, soslayan el cabreo o el impulso de reventar algo o a alguien para que, al día siguiente, las ganas de volver a sentarse sobre la piedra sigan intactas. O casi.

La vida no es un sueño, por más que lo dijera Calderón (el clásico, no el expresidente del Real Madrid). La vida, como los toros, es una representación pero también una constante muestra de nuestra capacidad de engañarnos a través de eso que llamamos ilusión y que en tantas ocasiones nos convierte en ilusos. 

No consentimos que nos engañen, que para eso ya nos valemos nosotros mismos. 

Es lo que explica que algunos nos tengan tan bien cogido el punto; esos que cada cuatro años salen a nuestro encuentro para explicarnos que nos quieren satisfacer, como damas de la noche. 

Lo de la tarifa, claro, viene después. 

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